Miguel Izu |
De lo que sí me alegro es de que en Escocia se pueda votar. Me parece muy saludable que se pueda someter a la decisión directa de los ciudadanos cualquier cosa, incluso la independencia. Que no se sacralice algo tan históricamente circunstancial como el territorio, las dimensiones y los límites de los Estados. En eso el Reino Unido ha dado casi siempre un buen ejemplo. A diferencia de la Europa continental que, en general, ha heredado de la Revolución francesa las ideas de soberanía nacional una e indivisible y de Estado unitario y homogéneo, los británicos han mantenido la idea de una organización política plural y heterogénea -no calificada de federal pero que se le aproxima bastante- donde la soberanía, e incluso el Estado, resulta un concepto más bien difuso. Los ingleses se adelantaron un siglo a los franceses en hacer rodar la cabeza del monarca pero su revolución tuvo como resultado práctico establecer la primacía del Parlamento sobre la corona, no un nuevo Estado unitario y centralizado. El Reino Unido (como en tiempos el Imperio Británico y hoy su residuo, la Commonwealth) ha sido siempre un conglomerado de unidades políticas diferenciadas. Ningún problema han tenido los británicos en hablar no solo de países constituyentes (constituent countries) sino incluso de naciones distintas unidas por la misma corona, o en mantener selecciones deportivas nacionales distintas para Inglaterra, Gales, Escocia o Irlanda. Incluso tras la partición de la isla en la República de Irlanda y en Irlanda del Norte se mantiene una única selección irlandesa de rugby que participa en el trofeo Seis Naciones. Por otro lado, hasta en las épocas en que solo existía un Parlamento para todo el Reino Unido, el de Westminster, antes de la independencia irlandesa o de la devolutionde poderes a Escocia, Gales e Irlanda del Norte, la idea de una legislación homogénea era perfectamente extraña a la mentalidad británica. Escocia, por ejemplo, siempre ha tenido una legislación distinta a la de Inglaterra en materia de régimen local, educación o justicia. Por eso mismo los procesos de concesión de autonomía o independencia para los distintos territorios de la Commonwealth, en general y sin perjuicio de casos como Estados Unidos o Irlanda donde hubo tiros y derramamiento de sangre, han sido poco traumáticos y no han generado una crisis constitucional. La constitución británica, no escrita, ha sido más flexible en ello que otros textos constitucionales. Desde Canadá o Jamaica hasta Australia o Sudáfrica pasando por las Bahamas o Malta, el establecimiento de un régimen de autogobierno, con Parlamento y gobierno propios, o la celebración de un referéndum de independencia, se han producido con bastante normalidad. El Reino Unido ha sido capaz de convocar el referéndum sobre la independencia de Escocia con la misma normalidad de anteriores procesos, o con la misma naturalidad con que se ha votado dos veces sobre la independencia de Quebec del Canadá en un país que bebe de la misma tradición constitucional.
Que se celebre un referéndum como el escocés, en realidad, puede provocar más problemas fuera que dentro del Reino Unido. Sobre todo porque pone en cuestión las ideas de soberanía y de unidad nacional imperantes en la Europa continental, tan arraigadas que los tratados de la Unión Europea nunca han contemplado la posibilidad de que alguno de sus miembros se disuelva o segregue en varias partes. Si Escocia se independiza, automáticamente queda fuera de la Unión Europea, pero ésta no podrá lavarse las manos y hacer como que la cosa no va con ella. Sus instituciones, y sobre todo su Parlamento, se basan en una distribución del poder en función de la población de sus miembros, la desaparición de más de cinco millones de habitantes del Reino Unido haría inevitable la reforma, y algo habría que hacer con los seis eurodiputados elegidos en Escocia. Una vez puestos a reformar los tratados, ¿por qué no abrir el melón de la permanencia de Escocia en la Unión Europea como miembro de pleno derecho o de su ingreso por un procedimiento abreviado? El debate no podrá obviarse. Pero, en todo caso, el precedente escocés podría confirmar que los procesos de independencia no son contrarios en sí mismos ni al derecho internacional (algo que ya se estableció por el Tribunal de La Haya para Kosovo) ni al derecho de la Unión Europea, lo que podría reforzar otros procesos independentistas. Pero, ojo, que el principio vale para todos. Los nuevos Estados que se puedan constituir mediante su independencia no quedan libres de que una parte de su territorio, a su vez, se independice en un futuro como le ha sucedido a Ucrania -independizada de la URSS en 1990- con Crimea -independizada de Ucrania este año de 2014 y posteriormente ingresada en la Federación Rusa-. Suponer que el derecho de autodeterminación, o el derecho a la independencia, o a constituir un Estado soberano, o a decidir, solo corresponde a determinadas unidades designadas como naciones por la historia o por la providencia divina se aleja de lo que enseña la experiencia histórica. Son muchos los casos en que quien ejerce el derecho a decidir no es una nación -aceptando el concepto nacionalista de nación- sino un fragmento de nación, sea Crimea decidiendo su separación de Ucrania y su unión a Rusia, sea Alsacia o el Sarre optando entre Francia o Alemania, sea Saboya optando entre Italia o Francia, sea Kosovo independizándose de Serbia o Sudán del Sur separándose de Sudán. Si hay algo mudable y sujeto a decisión humana es dónde colocar las fronteras. Por otro lado, la crisis del concepto de soberanía es patente desde el momento en que los independentistas escoceses suspiran por mantenerse en la Unión Europea (que supone tanto como ceder buena parte de su recuperada soberanía de Londres a las instituciones europeas de Bruselas), mantener a Isabel II como monarca y seguir dentro de la libra esterlina (otra cesión de soberanía).
En fin, los escoceses dirán…